El mundo de Franz Bäar es muy distinto del suyo o el mío. A los 10 años, como recuerda, no había tenido jamás un par de zapatos que cubriera sus pies, solo un par de ojotas que alguna vez alguien le regaló, las cuales, por cierto, servían de bien poco ante el frío de la precordillera allá en Catillo, en la VII Región.
–Para comer recogía cáscaras de naranja, de manzanas, pedazos de pan. Yo me alimentaba en la calle –recuerda, tratando de buscar las palabras adecuadas en español, aquellas que le cuesta mucho encontrar, pues a contar de los 10 años su idioma natal fue remplazado por el alemán, dado que a esa edad, creyendo que allí podría superar su pobreza, convenció a su madre de que lo fuera a internar a la Colonia Dignidad.
Eran mediados de los años ’60. A partir del minuto en que lo ingresaron al enclave creado por Paul Schäfer al interior de Parral, perdió su identidad original (Francisco del Carmen Morales Norambuena), dejó de ver a su familia y comenzó a internarse en una cultura e idioma que no conocía, al punto que hoy se confunde con los tiempos verbales y la gramática del que alguna vez fue su idioma natal.
Pasado un año al interior de la colonia, Franz ya había visto suficientes golpizas a niños y niñas como para darse cuenta de que estar allí era una alternativa peor a la pobreza. Sin embargo, en esos 12 meses también comprendió que huir no era tan simple. “Imposible”, en realidad, creía él.
No obstante, en 1969 decidió que debía escapar de allí a como diera lugar. Un par de años antes ya había huido un colono, el entonces joven Wolfgang Kneese–quien fue el primero en denunciar todos los maltratos y abusos de Paul Schäfer y compañía–, y la paranoia de este y sus jerarcas se había vuelto extrema. Aunque nadie hablaba al respecto, cuando Kneese fue regresado a la colonia todos sabían que había intentado escapar, pues vestía una vistosa camisa roja y un pantalón blanco, muy poco aptos para el trabajo en el campo, pero ideales para ser apreciado desde cualquier parte, a fin de que los equipos de seguridad de la colonia pudieran darle caza.
En medio de ese ambiente, cierto día se perdieron las llaves del dormitorio de los jóvenes, en el cual vivía Franz.
–Me acusaron de tenerlas y eso era imposible –rememora, indignado. Por supuesto, no le creyeron, pero sí a su acusador, Wolfgang Zeitner, según la versión de Bäar.
Como resultado, ocho jerarcas de la colonia, encabezados por Schäfer, comenzaron a azotarlo en forma brutal –utilizando para ello también patadas y golpes de todo tipo– con cables de electricidad de un grosor considerable (varios centímetros), los que habían sido especialmente acondicionados como armas a fin de defenderse de un supuesto asalto que los partidarios de Allende harían a la colonia, especie que circuló durante años en la colonia y que se utilizó para justificar la compra de armamentos y gases venenosos.
–Varias veces me caí. No tenía aire para nada –rememora, quebrándose.
Franz perdió la noción de cuánto rato estuvieron flagelándolo, situación que solo se detuvo cuando uno de los jerarcas advirtió a los demás que la camisa de Bäar estaba bañada en sangre.
Una rata de laboratorio
Como si fuera una teleserie de horror, luego de la golpiza se llevaron a Franz al hospital de la colonia, un recinto más cercano al asilo Arkham que a un recinto de salud, donde permaneció internado por casi 30 años, en medio de los cuales recibió incontables inyecciones de drogas desconocidas y electroshocks, sufriendo además un intento de homicidio.
–Yo fui un conejillo de Indias –explica muy serio, a punto de quebrarse. Luego sigue hablando en su español imperfecto, recordando que a diario recibía dos o tres inyecciones de parte de las enfermeras María Strebe y Dorothea Witthahn (la esposa del prófugo Harmutt Hopp, hoy protegido por la justicia alemana).
–Yo sentía adónde iba el líquido, en la vena y en el cuello –contaba hace cuatro años, tratando de escoger el verbo más adecuado para describir cómo los líquidos desconocidos circulaban por su cuerpo, sentado en la casa que habitaba por aquel entonces a pasos del río Itata y a menos de dos kilómetros del “Casino Familiar” que la Colonia aún mantiene en la comuna de Bulnes, a 80 kilómetros de Concepción.
Recién el 2002, amparado por el entonces fiscal de Parral, Ricardo Encima, y detectives de la PDI, Franz pudo por fin abandonar la colonia, acompañado de su esposa, Ingrid Szurgelies, y sus suegros. Tras ello, Franz e Ingrid han emprendido diversos rumbos. Estuvieron un tiempo en Alemania, pero regresaron pronto a Chile. Vivieron un tiempo en Chiloé, en Santiago y también en Lo Zárate, en la secta liderada por Paola Olcese. Hoy están en el sur de Chile, dedicados a la agricultura y la crianza de animales de granja.
En 1974, y mientras seguía internado en el hospital, varias manos se abalanzaron sobre Bäar, una noche, y lo lanzaron por la ventana del segundo piso hacia abajo. Sobrevivió, aunque el dolor de la columna que le quedó, producto de las fracturas, lo persigue hasta hoy en día, como un fantasma que le succiona un poquito de vida cada mañana, especialmente en las de invierno, cuando el frío y la humedad lo obligan a taparse hasta la cabeza con un gorro estilo ruso, para tratar de soportar las punzadas que siente en la columna, en el cuello e incluso en el cráneo.
En esos días, sumido en los dolores, me cuenta que no los soporta más y que lo único que lo calma un poco es una especie de crema de maqui que él mismo prepara, una especie de cataplasma. Le digo que debe ir a un hospital, pero se niega tajantemente. Poco después, Hernán Fernández, su abogado, me explicaría que ello es producto del pánico que siente ante la sola posibilidad de ver una enfermera, una jeringa, una pastilla.
–Su reacción es completamente lógica. Fue torturado por 30 años al interior de un hospital –reflexiona su abogado.
Franz recuerda a la perfección el diálogo que sostuvo con una enfermera distinta de las habituales, que llegó cierto día a inyectarlo. Era una joven que él conocía bien y con la cual había cierta confianza.
–¿Qué me vas a inyectar? –le preguntó.
–No te lo puedo decir –respondió ella, muy complicada.
–Entonces tú lo sabes. ¿Y esa cuestión me vas a entregar? Yo te conozco. ¿Cómo es posible que me vas a inyectar esa cosa? Si es bueno, inyéctame. Si es malo, tienes que sacar del camino (sic) –le pidió Franz, recordando el diálogo en su español alemanizado.
Para su asombro, la mujer vació el contenido de la jeringa en algún lado.
–Fue peligroso para ella también. Siempre había alguien en el pasillo, observando. Cada enfermera era vigilada –acota Ingrid, mientras sirve a su marido pan integral, que ella misma cocina.
Por cierto, las inyecciones no eran el único “tratamiento” a que sometieron a Bäar, quien no sabe cuántas veces lo sometieron a electroshocks. Lo que sí recuerda perfectamente es haber despertado muchas veces y ver que en su habitación estaba instalado el aparato que utilizaban para aplicar electricidad a los “pacientes”.
Agentes extranjeros
–Yo fui un conejillo de Indias para la ciencia internacional –reitera Franz, explicando lo último en función de que (en la colonia) hubo “muchos agentes militares de Alemania, de muchos países, también científicos de Checoslovaquia, de Polonia”, que estima lo observaron tanto a él como a “los presos políticos que se llevaban al hospital”.
Samuel Fuenzalida Devia, que en 1973 era un simple conscripto que tuvo la desgracia de ser enviado a la DINA (de la cual desertaría poco después, huyendo a Alemania) conoció bien la Colonia. Su testimonio fue vital para condenar al ex jefe de la DINA en Parral, Fernando Gómez Segovia, por el secuestro del militante del MIR Álvaro Vallejos Villagrán, a quien entregaron en 1974 a Paul Schäfer en persona, luego de trasladarlo desde Santiago. Poco después, Fuenzalida se volvería a topar con Gómez en Santiago, esta vez en un entrenamiento que oficiales de la CIA ofrecieron a funcionarios de la DINA, curso en el cual también rondaron alemanes de Dignidad, aunque los norteamericanos y alemanes no eran los únicos extranjeros que había por allí.
–Recuerdo que había un brasileño o portugués hablando allí por radio –me dijo Samuel Fuenzalida en un caluroso día de febrero en Santiago, sentados en un café ubicado a dos cuadras de La Moneda. Le pregunté qué sabía sobre Dignidad y el BND, el servicio de inteligencia alemán, formado después de la Segunda Guerra Mundial y encabezado por Reinhard Gehlen, un ex oficial nazi.
–El BND daba protección a la Colonia Dignidad. Eso lo supe después, estando en Alemania –me explicó, confirmando parte de lo que me diría Franz.
Golpiza en el hospital
De a poco Bäar fue reincorporándose a la vida de la comunidad, aunque seguía pernoctando en el hospital donde en las noches, casi todas las noches después del golpe de Estado, siempre en el mismo horario, entre las 3 y las 4 de la mañana, escuchaba quejidos aterradores, de gente que supone que torturaban allí, aunque asevera que “yo no sé si eran detenidos desaparecidos” (pues podrían haber sido otros colonos). Sin embargo, está muy seguro de una escena que presenció en el mismo recinto asistencial.
–Vi a Gerhard Mücke, junto a Schäfer y también un militar cojo, este cojeaba antes, no sé cómo se llamaba, yo creo que de Linares o Talca y que después fue gobernador… con él estuvieron allí golpeando a unas personas –relata, agregando que, por el ojo de la llave de la habitación donde estaba, pudo ver toda la escena, en la cual Schäfer ordenaba, Mücke traducía al español las instrucciones del líder de la secta, y el chileno (aparentemente acompañado por personal de Carabineros) atacaba a la persona que tenían en el suelo.
Poco después de eso, pese a su precario estado de salud y aún tomando pastillas que lo mantenían dopado, a Franz lo pusieron a trabajar en una sierra circular. Por supuesto, un buen día perdió el equilibrio y cayó sobre la hoja, que casi le seccionó uno de sus antebrazos, el cual muestra las huellas evidentes de ello.
Destinado a la carpintería, comenzó de a poco a “rehabilitarse” ante los ojos de Schäfer, pero siempre tenía un solo objetivo en mente: huir de allí, aunque sabía que era casi imposible, pues en su lugar de trabajo –un sitio donde los demás colonos llegaban a relajarse y conversar– se contaba de todo, y así fue como Franz se enteró de muchas cosas, entre ellas, que había cámaras y sensores de movimiento por todos lados, y que las rejas estaban electrificadas.
Escape de los lavaderos de oro
Aunque parezca una escena extraída de las películas del Oeste norteamericano, a inicios de los años 80, y durante tres años, más de una veintena de hombres de Colonia Dignidad fueron sometidos a trabajos semejantes a la esclavitud en tres faenas de extracción de oro en la Cordillera de Nahuelbuta, uno de los tantos secretos de la colonia, asociado a una de las grandes temáticas relacionadas a la colonia: los dineros que Schäfer y sus adláteres escondieron en cuentas bancarias de diversos países, muchos de ellos paraísos fiscales, como ha ido descubriendo la justicia muy de a poco.
Según Bäar, era conocido al interior de Dignidad que el segundo hombre de Dignidad, Harmutt Hopp, habría realizado depósitos en bancos de Liechtenstein y que también habría viajado a Australia con el mismo propósito, acompañado de un ciudadano italiano. Si bien siempre se ha estimado que buena parte de la fortuna de la colonia provenía de las jubilaciones que percibían los ciudadanos alemanes de la colonia (y que Schäfer retenía para sí), del tráfico de armas y del trabajo esclavizado en la agricultura, la venta de ripio, madera y otros rubros, Franz agrega otra fuente de financiamiento poco conocida: la explotación de los lavaderos de oro.
De acuerdo a lo que recuerda, hubo al menos tres sectores donde se explotó el oro: una zona llamada “Los alemanes” en Tirúa Sur, además de un yacimiento en Trovolhue (comuna de Contulmo), ambos en la VIII Región, y otro en Carahue, en la IX.
Según señala, en estos yacimientos el oro “se veía en abundancia”, pero “a nosotros, sin embargo, nos decían que salía muy poquito”, relata Ingrid, quien cuenta que lo extraído era llevado a Parral, donde hacían lingotes, mientras los colonos que trabajaban en la faena minera eran mantenidos en precarias condiciones, viviendo en carpas, sin instalaciones sanitarias y trabajando todo el día, bajo la vigilancia de Schäfer y sus guardias armados, quienes ocultaban las armas debajo de sus ponchos.
Fue justamente en una de esas faenas donde Bäar vio a un peculiar amigo de Schäefer: Gerhard Mertins, ex oficial de las SS y creador de los círculos de amigos de Colonia Dignidad en Alemania. Dueño de la empresa de armas Merex, a mediados de los años 60 se convirtió en uno de los mayores traficantes de armas del mundo. En 1987 un buque que llevaba supuesta “carga humanitaria” para la colonia, despachado por Mertins, fue allanado en Antofagasta, descubriéndose un importante arsenal. Y claro, no solo compartía con Schäfer el gusto por las armas: también poseía minas en México, donde varios colonos viajaron a instalar un equipo de radio que le permitía comunicarse con la colonia. Sin embargo, no fue el único “notable” que apareció por allí. Bäar recuerda que también estuvo en esos campamentos mineros de Nahuelbuta el coronel Pedro Espinoza, segundo hombre de la DINA y quien pasaba largas temporadas en Colonia Dignidad, al igual que el fallecido general Manuel Contreras.
Respecto de las faenas mineras, Franz rememora que en Tirúa estuvieron más de un año, agregando que “ahí se encontró mucho” y que quien estaba encargado de todo era Ricardo Alvear, conocido en la colonia como “Klops”. En uno de los campamentos, cierto día se produjo una golpiza feroz en contra de un joven colono alemán, “a quien casi mataron”. Al día siguiente, Bäar fue amenazado de sufrir el mismo castigo y ello lo decidió a fugarse por lo cual, aprovechando un momento en que estaba lejos el germano encargado de su vigilancia, trató de arrancar por los cerros, pero le fue imposible avanzar mucho, debido a la densidad de la vegetación y lo accidentado del terreno, ante lo cual debió regresar.
Para su fortuna, no alcanzaron a notar su momentánea desaparición, y así fue como siguió trabajando de sol a sol, pasando hambre y efectuando sus necesidades en pleno campo. Como si fuera poco, seguía medicado, pues, además de los hombres, viajaban con la enfermera María Strebe, que administraba fármacos a él y a otros “rebeldes”.
El tema de los lavaderos de oro, así como la explotación de minerales estratégicos como uranio, titanio y molibdeno, que la dictadura les cedió por 99 años en comodato, es un tema poco investigado. En los múltiples procesos judiciales incoados en la colonia, solo existen antecedentes sobre los lavaderos en función de una indagatoria realizada en 1998 por la PDI, en el marco de una investigación del antiguo Juzgado del Crimen de Parral. En ese procedimiento, los detectives de esa comuna llegaron hasta el fundo “La Selva”, en Carahue, propiedad de Marcelo Floody Armstrong, quien dijo que “por motivos comerciales, el año 1978 conoció a algunos líderes de la ex Colonia Dignidad” y que en función de antecedentes que indicaban que en sus tierras había oro, “los alemanes se interesaron”, por lo cual él los dejó explotar el mineral, a cambio de la construcción de algunos caminos y un puente.
Según el testimonio de Floody, los germanos se instalaron el 22 de diciembre de 1978, en el sector sur-poniente de su predio, con maquinaria pesada. El informe policial precisa que “manifiesta el entrevistado que en total fueron 22 las personas de Colonia Dignidad que se instalaron en su fundo, incluidos los líderes, y a su juicio entre ellos había dos chilenos”; es decir, Bäar y Alvear. Floody aseguró que a los alemanes les fue mal en las faenas extractivas y por ello se retiraron de allí el 22 de abril de 1979.
Texto originalmente publicado en www.elmostrador.cl
Fotografías de Claudio Concha